
Padre fue el primero en venir a Argentina. Al volver a Bogotá me entregó un libro envuelto en papel regalo. Debía ser casi un tesoro para que mi viejo, un tipo de modales mas bien fríos, se tomara la molestia de escoger el envoltorio y perder tiempo en la parafernalia de la combinación con las cintas, la tarjeta y toda esa cosa que implica la demostración de los afectos. Más se demoró en esperar el reconocimiento justo a sus esfuerzos que yo en destrozar en dos segundos el papel regalo. Qué le va’hacer.
Al abrirlo me encontré con la protética nariz enorme y delgada que bien estereotipa a los argentinos en medio de un continente de ñatas negras e indias. La acompañaba a la nariz una sonrisa que desde el vamos avizoraba socarronería. Y para colmo un título que te desafiaba al pedo: «¿A mí me la vas a venir a contar? Discursos a Mordisquito». Pero ahí estaba él, a quien conocía de las letras más enormes de mis tangos. Era el mismísimo Santos Discepolo ¡El de Uno! Claro, asentó papá mientras me explicaba que el primer peronismo, que allá a los godos se les llama gorilas, que la Soberanía Política, la Independencia Económica y la Justicia Social, que patatí que patatá, que nos vamos a escuchar ya mismo un tango y a leerlo juntos con un buen acompañante traído directamente de los viñedos de Mendoza. La gloria de los nostalgiosos.
Como si el destino hubiera tejido un puente entre el papel regalo y el ticket de huida, justamente un año después me embarcaba a la Argentina queriendo dejar en cenizas el camino a Macondo. Antes de apagar el celular a recomendación de la azafata, con la mirada aplastada, a lagrimón tendido contra la ventanilla, embroncada ¡y la patria que me parió en medio de tanta muerte! me fundí en la que sería la última canción en mi suelo patrio. No paré en todo el viaje de repetirme el estribillo: El mundo fue y será una porquería, ya lo sé. Y con ese mismo tema abrí los ojos ante el cielo celeste que me recibiera en Ezeiza.